Cuando salí por primera vez de Costa Rica , lo hice de una manera en que, desde mi perspectiva actual, era digna de un desequi- librado mental. Un 10 de Marzo aterricé en la Ciudad de la Furia, la implacable Buenos Aires, con mi amigo Óscar, una maleta gigante y amorfa, y una completa sensación de incertidumbre y miedo hacia el futuro más inmediato. Nunca había vivido algo así. Esa ciudad brutal fue mi casa, mi cárcel, mi potro de torturas, mi apuesta a la fe, mi experiencia más dura, mi madurez de un golpe. No es para menos. Cualquiera que ponga un pie en Buenos Aires se da cuenta de que todo es grande, acaso todo pensado desde el enorme ego porteño: sus instituciones, sus avenidas, sus monumentos, sus parques, sus edificios.Uno no puede dejar de sentirse solo y pequeño en una ciudad que por genética no es amable. Siempre me reprochan por ahí que soy muy exagerado y duro cuando juzgo a esa ciudad. Pero lo cierto es que cuando sufres tantas cosas en un sitio y de éste sólo te queda el aprendizaje y la sensación de no querer repetir nunca más tantas cosas, es difícil ser objetivo a la hora de opinar.
Y sin embargo, reconozco que hubieron días buenos. Y que hay cosas sumamente valiosas que sólo en Buenos Aires pude encontrar. Al fin y al cabo, allí sucede hasta lo imposible.
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